jueves, 2 de febrero de 2017

Simeón en Escenas de la vida de San José


Escenas de la vida de San José

9. Simeón

Despertó de pronto, como si alguien lo hubiera empujado, sintió una extraña fuerza que lo impulsaba y lo ponía de pie. Había dormido bien, incluso de más. El sol estaba ya alto. Lo sentía en la piel, más de lo que podía ver con los ojos, que ya no era mucho; hacía ya tiempo que sus ojos se habían cubierto de una especie de nata, una telilla blancuzca; sabía que así pasaba con los que vivían muchos años, y los que el Señor le había concedido vivir no eran pocos. Se sentó sobre su esterilla, después se arrodilló, descansando el peso de su cuerpo en las palmas de las manos; cerró los ojos y de sus labios surgió la oración:

Setenta años dura nuestra vida, y hasta ochenta llegan los más fuertes; pero sus afanes son fatiga inútil, pues pasan pronto y desaparecemos.

Simeón rozaba ya el umbral de los más fuertes. Hacía casi diez años que su vida había alcanzado lo que dura una vida, según enseñaba el salmo; sabía que cada vez estaba más cerca del final; sin embargo, sabía también que no moriría sin antes haber contemplado la salvación. Lo sabía. Recordaba que al principio era una voz clara, nítida, que no dejaba lugar a dudas:

No dormirás en el Sheol, no se cerrarán tús párpados sin antes haber contemplado al que Yo enviaré para luz y salvación de mi pueblo, el que me dará gloria ante todas las naciones, al Mesías Príncipe de la paz.

No sabría decir si la escuchó varias o veces, o varias veces vi o a su corazón el recuerdo de aquel clamor de promesa y de esperanza. La primera vez ocurrió en el Templo, y por eso supo que aquellas palabras le venían del Altísimo

Volvía a casa un mediodía, pero ya era incapaz de recordar con precisión la fecha. Aún era fuerte. Mientras iba de camino, vio los estandartes de Roma colgar de la Torre Antonia, construida en la esquina del Templo. Su corazón se llenaba de rabia y de dolor cada vez que pasaba por ahí, sin poder evitar ver la fortaleza donde se atrincheraban los soldados romanos. Ahí se encontraban las fuerzas extranjeras encargadas de mantener el orden y la sumsión, prontas para reprimir con violencia cualquier intento de sublevación. Pax, llamaban los romanos a ese orden. Su sola presencia junto al Templo, la Morada del Altísimo en Sión, era un insulto. Al volver, se encontró que Neftalí, su primogénito no había vuelto aún. El sol se arrebolaba cuando Neftalí entró, cerró tras de sí la puerta y recargó su espalda sobre ella; poco a poco se fue deslizando al piso. Raquel, su madre, gritó llevándose las manos al rostro.

Otra vez los soldados romanos habían jalado a su hijo en la calle y le habían echado encima los aparejos para que él, el hijo del pueblo humillado, los cargara. Y otra vez su hijo se había negado y resistido.

- ¿Así tratan los judíos a quienes les han traído la paz y la salvación? ¿Ésa es la gratitud que les enseña su Ley? ¿Qué no te convencen los sacrificios que tus sacerdotes ofrecen por el César a tu Dios, que revelan que el César está por encima de aquel cuyo nombre ni siquiera te atreves a pronunciar? ¡Carga pues, por lo menos cien pasos! ¡Carga el acero que traspasa la carne de los se atreven a desafiar a Roma, de los que no saben doblar la rodilla ante el César, señor y salvador del mundo entero! ¡Y carga los odres de agua, que tus salvadores necesitan para atravesar este desierto de ingenuos insurrectos!

Primero vinieron las palabras solas, después las palabras opaca das por las bofetadas, y al final, gritos y patadas en los costados sobre el adolescente rebelde, humillado, al que levantarían los romanos entre burlas y carcajadas. Un escupitajo de impotencia en la cara del soldado, y nuevamente el castigo. La primera vez, Raquel y Simeón pensaron que se trataba de un asalto mientras Neftalí trabaja en el campo. Pero al escucharlo supieron que había sido peor: el ejército romano. Si Roma vigilaba y sus fuerzas mantenían el orden, ¿ante quién se quejarían?, ¿a quién reclamarían justicia y reparación? No tenían a quién acudir. Simeón sintió un irrefrenable deseo de venganza. Al menos apelaría ante el Sumo Sacerdote, le exigiría que terminaran los sacrificios por el César, no podía seguir manchando más el altar por el hombre en cuyo nombre los hijos de Israel eran humillados.

Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación ... ¿Cuánto tardarás, Señor, en atendernos? Ten compasión de tus siervos. Sácianos de tu amor por la mañana, para que vivamos con alegría y júbilo. Alégranos tantos días como nos hiciste sufrir, tantos años como conocimos desgracias. Que tus siervos veamos tus acciones, y nuestros hijos contemplen tu esplendor.

-Será en vano- le susurró Raquel, llorando-. Ellos están con Roma.

La primera vez lloró con ella de rabia y frustración. La segunda, se dirigió al Templo, quería gritar, reclamar al Altísimo como había hecho Job, por el dolor de su hijo, por el dolor de su pueblo. Una vez que estuvo dentro, con su talit sobre la cabeza, imploró a Dios la salvación:

Fue entonces que escuchó la voz del Señor. Se restregaba los ojos con las manos, de pie bajo la puerta de Nicanor, entre el patio de Israel y el patio de las mujeres, quería contemplar el horizonte y sentir el aire que por fin soplaba en aquella tarde de calor asfixiante. Las palabras que el Altísimo puso en su corazón curaron su dolor, cambiaron la rabia por la certeza de que se acercaba el día en cuya aurora amanecerían la justicia y la salvación. Y fue entonces que paladeó el sabor de la esperanza, la misma esperanza que sentía aquella tibia mañana de muchos años después de recorrer cada uno de sus miembros cansados en la luz que entraba por la ventana; la misma esperanza que se colaba como manchas de muchos colores a través de sus ojos nublados, la misma esperanza que latía en su carne. ¿Sería que, por fin, ese día era el día?

Se levantó, se puso las sandalias y se dirigió al patio; con torpeza buscó la palangana junto a las vasijas del agua, se lavó el rostro; buscó su manto, agarró su bastón, se sostuvo con firmeza y se puso en camino.

-¡Simeón!-, le gritó su mujer desde dentro-, no es bueno que andes solo por la calle, a tu edad es peligroso.

-No preciso de ninguna compañía, esta mañana siento la fuerza del Altísimo. Es ella la que me empuja.

A su paso, la gente pensaba que se trataba de un viejo que había perdido la razón. Pero Simeón hablaba con cordura. No eran sus palabras, sino las de Isaías, que los viandantes no podían reconocer, por no escucharías completas ni en el suficiente volumen de voz:

Levántate y resplandece, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti. Es verdad que la tierra está cubierta de tinieblas y los pueblos de oscuridad, pero sobre ti amanece el Señor y se manifiesta su gloria.

Se plantó con firmeza frente a la puerta de Nicanor, dentro del Templo construido por Herodes, en el patio de las mujeres. Se aferró erguido con ambas manos a su bastón. El aire corría con suavidad, Simeón levantaba el rostro, la sonrisa tensa, expectante. No le importaba estorbar el paso de los varones hacia el patio de Israel. Ni siquiera se planteó la cuestión de cómo reconocería al Mesías, al Ungido. Una delicada voz de mujer llegó a sus oídos por encima del barullo, él mismo se sorprendió de la claridad de su voz. Abrió sus labios, aún tenía dientes. La sonrisa se desplegó como el sol del amanecer, luminosa.

A su paso, la gente pensaba que se trataba de un viejo que había perdido la razón. Pero Simeón hablaba con cordura. No eran sus palabras, sino las de Isaías, que los viandantes no podían reconocer, por no escucharlas completas ni en el suficiente volumen de voz:

- Ten, José, carga tú a Jesús. - Jesús, es decir, el Señor salva.

-¡Jesús!, ¡EI Señor salva! ¡Es ÉI!-, pensó Simeón, abriendo los brazos.

-¡Es ÉI!- confirmó una voz en su interior, una voz distinta a la suya, casi apagada; la voz escuchada hacía muchos años en ese mismo lugar. Soltó el bastón.

Ocurrió de repente. José tomaba al niño de brazos de María, maniobraba con los pichones que le habían dado amarrados, cuando lo vio venir, apenas tuvo tiempo de reaccionar. Al principio creyó que el anciano que estorbaba el paso en la puerta se había desmayado, quizá muerto. Pero ahora posaba sus manos sobre su hijo, con una ternura increíble. José dejó que cargara a Jesús. Con sus dedos arrugados y callosos, Simeón recorrió el rostro del niño, acarició sus dedos. Jesús sonreía, ¡qué extraño que no llorara! Simeón se giró hacia el Santuario, y abriendo desmesuradamente los ojos, como queriendo llevarse en ellos al niño que tenía en sus brazos, bendijo al Señor:

Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar que tu siervo muera en paz. Mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos, como luz para iluminar a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel.

-¿Quién eres, hermano?- preguntó José, sosteniendo a Simeón por la espalda.

-Uno a quien el Señor hizo escuchar su palabra, y ahora le permite ver al Mesías. Mi nombre es Simeón.

-¿Estás hablando de mi hijo? ¿Cómo es que lo conoces?

-Apenas lo he conocido, pero el Señor me prometió no ver la muerte sin antes ver al Salvador, ¡es Él!, lo sé.

María miraba a Simeón llena de admiración. Intercambiaba miradas con José.

-No te ofendas, hermano, y permite que me dirija a tu joven esposa. Por cierto, ¿quién eres tú?

-Soy José, hijo de Jacob, de la casa de David. Mi esposa es María.

-Como la hermana de Moisés. David, Moisés, ¡no cabe duda que este Niño es el libertador prometido para afianzar el trono de Israel! María, hermana -dijo Simeón dirigiéndose a María-, tu hijo será signo de contradicción, hará que caigan los que nos ponen el pie encima, pero levantará del polvo a los caídos. ¡A ti misma una espada te atravesará el corazón!

María sintió miedo y José sintió que le faltaba el aliento. Ambos quisieron lanzar preguntas a Simeón. María sentía la necesidad de volver a tener al niño entre sus brazos, José la abrazó por el hombro, y cuando abría la boca para preguntar a Simeón de qué espada estaba hablando, si era vidente, si los romanos también estaban al tanto del nacimiento de su hijo, si Jesús corría peligro ... Una anciana comenzó a gritar con tanta fuerza que se hizo escuchar por encima del barullo, llamando la atención de cuantos estaban en el patio de las mujeres.

-¡Esa vieja está loca!-, decían algunos.

-¡Ninguna loca!, ¡es Ana, que está profetizando!

Miguel Ángel Aguilar Manríquez, MJ

Tomado de: El Propagador de la devoción al señor San José, Año 146, n. 2, Febrero 2017, pp. 4-8.

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