lunes, 14 de marzo de 2016

Breve ensayo respecto a la misericordia en José



José puso las manos bajo el niño y lo levanto. Era muy ligero, parecía que no pesaba más que los trapitos
que lo envolvían. La costumbre era que el padre levantara al niño y lo pusiera en su regazo.

Jan Dobraczynsky

Un rostro de misericordia


La curación de enfermos, leprosos y  endemoniados, la reivindicación de la mujer y los niños, el acercamiento con publicanos y pecadores, la inclusión de los pobres y marginados -entre otras- son sólo algunas de las acciones de Jesús encontradas en los evangelios,  en ellas se expresa de manera clara y nítida la misericordia de Dios. Si  me pidieran caracterizar la instauración del Reino de Dios, en tanto que proyecto del Padre y misión de Jesús, la palabra misericordia ocuparía sin duda un lugar capital. Y es precisamente, porque  el Reino de Dios quiere manifestar el verdadero rostro de Dios y el amor que tiene para con los más pequeños; el plan salvífico de Dios debe expresarse  en términos de  transformación social de la realidad: perdón, inclusión, justicia, paz, igualdad, solidaridad para con los más necesitados.  Sin embargo, no se logran dichos valores sin misericordia. En este sentido, la misericordia es el motor que impulsa la instauración del Reino de Dios, pero no es una misericordia sin rostro, anónima o  despersonificada. La misericordia de Dios se encarna, toma rostros muy concretos, se posiciona de manera radical ante esferas existenciales determinadas.

De este modo, afirmo que Jesús fue misericordioso porque lo aprendió de dos personas muy concretas. Encontrando en José un rostro de misericordia. De él Jesús aprendió a llamar Abba  a Dios padre, logró entender  la imagen del Padre amoroso que convoca a todos sus hijos  a participar de la vida y la alegría del Reino. José de Nazaret representó demasiado en la vida de Jesús  porque fue   verdadero padre, por tanto, fungía con todas las obligaciones que prescribía la cultura judía: le impuso el nombre, lo introdujo en la descendencia davídica, lo instruyó en la ley y la tradición, lo formó en la fe según la religión judía y le enseñó un oficio[1] –en una palabra:  lo educó. El evangelista Lucas denota la importancia de la figura paterna cuando escribe: «¡Pensar que éste es el hijo de José!»[2], expresión que la gente usa al escuchar a Jesús adjudicarse el pasaje del profeta Isaías en la sinagoga. Según lo que he dicho hasta al momento –en síntesis-  la misericordia que permite el dinamismo del Reino de Dios fue aprendida por Jesús en la figura de José de Nazaret quien de manera silenciosa –simplemente sus manos eran las que hablaban- practicaba la misericordia en la vida cotidiana: en el trato con la gente sencilla del pueblo, en el compartir la vida a diario con María  y en la ternura con la lo miraba día a día, transmitiéndole la misericordia del Padre. Con toda razón algunos autores han descrito a José como “la sombra del Padre”.  La mejor argumentación parte de las parábolas de Jesús en los evangelios y la deducción de sus presupuestos básicos. San  José enseñó a Dios a ser hombre.

Dentro de la tradición de la Iglesia san José es considerado un hombre justo. Sin embargo, su confianza en Dios  le permitió transitar hacia el plano de la misericordia.  Al enterarse José de que su esposa esperaba un hijo que no era suyo la ley le pedía que  evidenciara a María ante las autoridades religiosas por la falta cometida –lo que lo volvería justo al actuar según la Ley-. Por el contrario,  el ángel le anuncia en sueños: «José, descendiente de David, no tengas miedo de llevarte a María, tu esposa, a tu casa; si bien está esperando por obra del Espíritu Santo, tú eres el que pondrás el nombre al hijo que dará a luz. Y lo llamarás Jesús.»[3] José confía en Dios y hace lo que el ángel le dice. Sólo esta confianza le permite pasar de la justicia que le exigen las instituciones religiosas a la misericordia de Dios. Este acto misericordioso es impulsado por el amor que le tenía a María. Sin importar los comentarios y burlas de la sociedad, que muy probablemente lo criticarán por aceptar a una mujer que le había sido infiel; la honorabilidad de su persona se vio mancillada por aquel acto.  Ahora bien, seguramente Jesús escuchó este relato en repetidas ocasiones por boca de sus padres en el diálogo cotidiano, cuando recordaban la historia familiar. Recordaban como José dejó sin temor trabajo, casa y patria por entregarse al proyecto divino de ver  nacer a Dios de su mujer amada.  Y a su vez, María contaba como aceptó el anuncio del ángel.

En este gesto de misericordia Jesús se inspiró para enfrentar a las rígidas instituciones religiosas e incluir en el Reino de Dios a las personas rechazadas y menospreciadas por la cultura judía: mujeres, niños, publicanos, prostitutas y pecadores. En José encontró un rostro de misericordia que lo llevo a ir contracorriente, para derribar las antiguas estructuras políticas y religiosas que oprimían a las personas con el yugo de la Ley; olvidándose de lo más importante: «¡Ay de ustedes, maestros de la Ley, que son hipócritas! Ustedes pagan el diezmo de la menta, el anís y el comino, pero no cumplen la Ley  en lo que realmente tiene peso: la justicia, la misericordia y la fe.»[4]

En los evangelios, sin duda alguna, el pasaje  que mejor muestra la misericordia de Dios es la parábola de El hijo pródigo– o El padre misericordioso como prefiero llamarla-  de tal forma que nos muestra una imagen del Padre capaz de perdonar la más grande de las faltas. Jesús  al contar esta parábola abre las puertas del Reino de los Cielos a todo hombre y mujer. Pero lo que resulta importante para mi reflexión es la magnitud de la experiencia de misericordia que debió tener Jesús  para poder personificarla en la figura del Padre.  Sólo consiguió tener dicha experiencia de la relación con su padre José, quien lo cargaba  en brazos recién nacido y lo veía con amor y misericordia, con sus caricias logró que Jesús  experimentara la cercanía del Padre. Incluso es válido pensar que cuando Jesús estaba en el huerto de Getsemaní haciendo oración, antes de su pasión, mientras se dirigía al Padre llamándolo Abba ­–expresión con la que los infantes se dirigían a sus padres- al pronunciar esas tiernas palabras   su memoria lo remitió a José de Nazaret, haciéndole recordar la valentía con la que actuó su padre y la misericordia que siempre le transmitió. Ahora era Jesús quien entregaba su vida por la humanidad; un gesto de misericordia.

Un último pasaje evangélico que nos recuerda la misericordia de Dios  es la parábola de El Buen Samaritano  donde Jesús reconoce la actitud correcta para con el prójimo, dejándonos ésta enseñanza: «Vete y has tú lo mismo»[5]. La lectura de este pasaje me hacía preguntar cómo es que Jesús logra comprender la categoría de prójimo. San José compartía a diario con la gente necesitada de la pequeña Nazaret, quizá algunas mujeres y ancianos o incluso niños, con pequeños gestos cotidianos mostraba su misericordia. Nuevamente, la referencia  a la figura de José, nos hace deducir que Jesús  tuvo que aprender  de él quién era el prójimo, permitiéndole la construcción de esta parábola.

San José juega un papel importante en la vida de Jesús –no muchas veces reconocido- sobre todo en la formación humana, que más tarde le permitirá emprender el anuncio y la instauración del Reino de Dios. La  Sagrada Familia, Jesús, María y José, fueron un pequeño Reino de los Cielos en el cual Dios siempre estuvo presente.  La misericordia  fue el motor que permitió que José llevara a cabo su misión de custodio y protector de los dos grandes tesoros de Dios: María y Jesús. La misericordia se encarnó en José de Nazaret, tomó un rostro concreto; permitiéndole transformar la realidad que englobaba a aquella pequeña familia de Nazaret.  Misericordia que acercó a Jesús con los excluidos y marginados por las instituciones religiosas y políticas. Si Jesús aprendió a cargar a la oveja perdida en sus hombros fue porque vio en José un rostro de misericordia.


Jorge Lozano Lombardo





[1] Cf. RUANO LUCINIO, Mi Padre y Señor san José, Monte Carmelo, España, 1999, pp. 79-91.
[2] Lc 4, 22
[3] Mt 1, 20-21
[4] Mt. 23, 23
[5] Cf. Lc 10, 25-37

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