viernes, 23 de diciembre de 2005

Una imagen grande y a la vez sencilla de San José

Un retrato 


Con San José, todo cambia. Una fórmula que no será jamás repetida en los evangelios, pues basta por sí misma: José, el esposo de María, de la que nació Jesús, que se llama Cristo (Mateo 1,16). Esta corta frase es de una importancia capital; sitúa en plena luz la persona de José, así como su misión. Él es hijo de David; él es el último de la serie; después de él, ya no hay más que un hijo de David, el Hijo por excelencia: Jesucristo. María, por su matrimonio con José, da al Hijo que ha concebido del Espíritu Santo una ascendencia davídica. De esta manera se cumplen todas las profecías.

Demasiado deprisa pasamos habitualmente por esta página del Evangelio según San Mateo. Sin embargo, tiene una importancia muy grande para discernir el lugar que Dios ha dado a José en el misterio de nuestra renovación. Las primeras palabras son desconcertantes: Genealogía de Jesucristo. El Hijo de Dios acepta tener una genealogía humana, y esta genealogía no es otra más que la de San José. ¿Se puede estar más unido a una persona que teniendo la misma genealogía que ella? San Mateo podía haber escrito perfectamente genealogía de José, hijo de David, igual que escribió genealogía de Jesucristo, hijo de David.

Esta situación de José es única en su género. El Altísimo nos afirma, puesto que el Evangelio está inspirado por él, que la ascendencia humana del Verbo encarnado es la misma que la de José. Esta identidad, y no simple semejanza, introduce a San José en lo más íntimo del misterio de la Encarnación y de la Redención. Esta genealogía, que resume lo que nosotros llamamos «historia santa», no contiene sólo personas dignas de elogio; lejos de eso; el que vino a borrar todos los pecados, y los pecados de todos, quiso tener pecadores y pecadoras entre sus antepasados.

Esta historia es santa en cuanto que es el anuncio de la llegada a nuestro mundo de la santidad en persona, el Cristo Jesús. Esta historia es única; está hecha de intervenciones divinas de promesas magníficas y de severas amenazas. La finalidad de todo ello era mantener al pueblo de Dios en su verdadera vocación, la de preparar la venida del Hijo de Dios. La alianza divina había sido llevada a cabo con Abraham, después más particularmente con David: he hecho alianza con mi elegido, he jurado a David, mi siervo: afirmaré por siempre tu descendecia (Salmo 88,4).

Los hechos no tardaron en desmentir esta promesa. Apenas murió el primer sucesor de David, Salomón, el país se dividió y sucesivamente fue invadido por los asirios, los caldeos, los persas, los griegos y finalmente los romanos. Salvo algunas excepciones, la familia de David no figura en todos estos avatares de una manera especial. Ninguno de sus descendientes se destaca en la exaltación patriótica y religiosa del tiempo de los Macabeos. Cuando llegó el cumplimiento de los tiempos, la familia de David es ignorada. Ninguno de sus miembros tiene una influencia religiosa, política o social. La Judea tiene un rey, Herodes, pero no desciende de David, ni siquiera es judío. Todo lo referente a las bellas promesas hechas a David parece haber terminado... Entonces es cuando todo comienza.

El Señor se preparó una tienda con el fin de poder habitar en nosotros. Viene en medio del silencio y de la oscuridad, sin entorpecer a nadie. Solicita hospitalidad en un seno virginal y el calor de dos corazones que se aman. La hija de Israel da a luz al Hijo de Dios; José, heredero de David, acoge en su casa al Hijo y a la Madre.

Enséñanos, José, cómo se es “no protagonista”, cómo se avanza sin pisotear, cómo se colabora sin imponerse, cómo se ama sin reclamar, cómo se obedece sin rechistar cómo ser eslabón entre el presente y el futuro cómo luchar frente a tanta desesperanza cómo sentirse eternamente joven. Dinos, José, cómo se vive siendo “número dos”, cómo se hacen cosas fenomenales desde un segundo puesto, cómo se sirve sin mirar a quién, cómo se sueña sin más tarde dudar, cómo morir a nosotros mismos, cómo cerrar los ojos, al igual que tú, en los brazos de la buena Madre. Explícanos cómo se es grande sin exhibirse, cómo se lucha sin aplauso, cómo se avanza sin publicidad, cómo se persevera y se muere uno sin esperanza de un póstumo homenaje, cómo se alcanza la gloria desde el silencio, cómo se es fiel sin enfadarse con el cielo.

P. Luis Fernández de Eriba, csj

Tomado del Boletín: Familia de Murialdo * AMA, n. 10 , diciembre 2005, pp. 3-4

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