Escenas de la vida de San José
9. Simeón
Despertó
de pronto, como si alguien lo hubiera empujado, sintió una extraña fuerza que
lo impulsaba y lo ponía de pie. Había dormido bien, incluso de más. El sol
estaba ya alto. Lo sentía en la piel, más de lo que podía ver con los ojos, que
ya no era mucho; hacía ya tiempo que sus ojos se habían cubierto de una especie
de nata, una telilla blancuzca; sabía que así pasaba con los que vivían muchos
años, y los que el Señor le había concedido vivir no eran pocos. Se sentó sobre
su esterilla, después se arrodilló, descansando el peso de su cuerpo en las
palmas de las manos; cerró los ojos y de sus labios surgió la oración:
Setenta años dura nuestra vida, y hasta
ochenta llegan los más fuertes; pero sus afanes son fatiga inútil, pues pasan
pronto y desaparecemos.
Simeón
rozaba ya el umbral de los más fuertes. Hacía casi diez años que su vida había
alcanzado lo que dura una vida, según enseñaba el salmo; sabía que cada vez
estaba más cerca del final; sin embargo, sabía también que no moriría sin antes
haber contemplado la salvación. Lo sabía. Recordaba que al principio era una
voz clara, nítida, que no dejaba lugar a dudas:
No dormirás en el Sheol, no se cerrarán tús
párpados sin antes haber contemplado al que Yo enviaré para luz y salvación de
mi pueblo, el que me dará gloria ante todas las naciones, al Mesías Príncipe de
la paz.
No
sabría decir si la escuchó varias o veces, o varias veces vi o a su corazón el
recuerdo de aquel clamor de promesa y de esperanza. La primera vez ocurrió en
el Templo, y por eso supo que aquellas palabras le venían del Altísimo
Volvía
a casa un mediodía, pero ya era incapaz de recordar con precisión la fecha. Aún
era fuerte. Mientras iba de camino, vio los estandartes de Roma colgar de la
Torre Antonia, construida en la esquina del Templo. Su corazón se llenaba de
rabia y de dolor cada vez que pasaba por ahí, sin poder evitar ver la fortaleza
donde se atrincheraban los soldados romanos. Ahí se encontraban las fuerzas
extranjeras encargadas de mantener el orden y la sumsión, prontas para reprimir
con violencia cualquier intento de sublevación. Pax, llamaban los romanos a ese
orden. Su sola presencia junto al Templo, la Morada del Altísimo en Sión, era
un insulto. Al volver, se encontró que Neftalí, su primogénito no había vuelto
aún. El sol se arrebolaba cuando Neftalí entró, cerró tras de sí la puerta y
recargó su espalda sobre ella; poco a poco se fue deslizando al piso. Raquel,
su madre, gritó llevándose las manos al rostro.
Otra
vez los soldados romanos habían jalado a su hijo en la calle y le habían echado
encima los aparejos para que él, el hijo del pueblo humillado, los cargara. Y
otra vez su hijo se había negado y resistido.
- ¿Así tratan los judíos a quienes les han
traído la paz y la salvación? ¿Ésa es la gratitud que les enseña su Ley? ¿Qué
no te convencen los sacrificios que tus sacerdotes ofrecen por el César a tu
Dios, que revelan que el César está por encima de aquel cuyo nombre ni siquiera
te atreves a pronunciar? ¡Carga pues, por lo menos cien pasos! ¡Carga el acero
que traspasa la carne de los se atreven a desafiar a Roma, de los que no saben
doblar la rodilla ante el César, señor y salvador del mundo entero! ¡Y carga
los odres de agua, que tus salvadores necesitan para atravesar este desierto de
ingenuos insurrectos!
Primero
vinieron las palabras solas, después las palabras opaca das por las bofetadas,
y al final, gritos y patadas en los costados sobre el adolescente rebelde,
humillado, al que levantarían los romanos entre burlas y carcajadas. Un
escupitajo de impotencia en la cara del soldado, y nuevamente el castigo. La
primera vez, Raquel y Simeón pensaron que se trataba de un asalto mientras
Neftalí trabaja en el campo. Pero al escucharlo supieron que había sido peor: el
ejército romano. Si Roma vigilaba y sus fuerzas mantenían el orden, ¿ante quién
se quejarían?, ¿a quién reclamarían justicia y reparación? No tenían a quién
acudir. Simeón sintió un irrefrenable deseo de venganza. Al menos apelaría ante
el Sumo Sacerdote, le exigiría que terminaran los sacrificios por el César, no
podía seguir manchando más el altar por el hombre en cuyo nombre los hijos de
Israel eran humillados.
Señor, tú has sido nuestro refugio de
generación en generación ... ¿Cuánto tardarás, Señor, en atendernos? Ten
compasión de tus siervos. Sácianos de tu amor por la mañana, para que vivamos
con alegría y júbilo. Alégranos tantos días como nos hiciste sufrir, tantos
años como conocimos desgracias. Que tus siervos veamos tus acciones, y nuestros
hijos contemplen tu esplendor.
-Será en vano- le susurró Raquel, llorando-.
Ellos están con Roma.
La
primera vez lloró con ella de rabia y frustración. La segunda, se dirigió al
Templo, quería gritar, reclamar al Altísimo como había hecho Job, por el dolor de
su hijo, por el dolor de su pueblo. Una vez que estuvo dentro, con su talit
sobre la cabeza, imploró a Dios la salvación:
Fue
entonces que escuchó la voz del Señor. Se restregaba los ojos con las manos, de
pie bajo la puerta de Nicanor, entre el patio de Israel y el patio de las
mujeres, quería contemplar el horizonte y sentir el aire que por fin soplaba en
aquella tarde de calor asfixiante. Las palabras que el Altísimo puso en su
corazón curaron su dolor, cambiaron la rabia por la certeza de que se acercaba
el día en cuya aurora amanecerían la justicia y la salvación. Y fue entonces
que paladeó el sabor de la esperanza, la misma esperanza que sentía aquella
tibia mañana de muchos años después de recorrer cada uno de sus miembros
cansados en la luz que entraba por la ventana; la misma esperanza que se colaba
como manchas de muchos colores a través de sus ojos nublados, la misma
esperanza que latía en su carne. ¿Sería que, por fin, ese día era el día?
Se
levantó, se puso las sandalias y se dirigió al patio; con torpeza buscó la
palangana junto a las vasijas del agua, se lavó el rostro; buscó su manto,
agarró su bastón, se sostuvo con firmeza y se puso en camino.
-¡Simeón!-, le gritó su mujer desde dentro-,
no es bueno que andes solo por la calle, a tu edad es peligroso.
-No preciso de ninguna compañía, esta mañana
siento la fuerza del Altísimo. Es ella la que me empuja.
A su
paso, la gente pensaba que se trataba de un viejo que había perdido la razón.
Pero Simeón hablaba con cordura. No eran sus palabras, sino las de Isaías, que
los viandantes no podían reconocer, por no escucharías completas ni en el
suficiente volumen de voz:
Levántate y resplandece, Jerusalén, que
llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti. Es verdad que la tierra
está cubierta de tinieblas y los pueblos de oscuridad, pero sobre ti amanece el
Señor y se manifiesta su gloria.
Se
plantó con firmeza frente a la puerta de Nicanor, dentro del Templo construido
por Herodes, en el patio de las mujeres. Se aferró erguido con ambas manos a su
bastón. El aire corría con suavidad, Simeón levantaba el rostro, la sonrisa
tensa, expectante. No le importaba estorbar el paso de los varones hacia el
patio de Israel. Ni siquiera se planteó la cuestión de cómo reconocería al
Mesías, al Ungido. Una delicada voz de mujer llegó a sus oídos por encima del
barullo, él mismo se sorprendió de la claridad de su voz. Abrió sus labios, aún
tenía dientes. La sonrisa se desplegó como el sol del amanecer, luminosa.
A su
paso, la gente pensaba que se trataba de un viejo que había perdido la razón.
Pero Simeón hablaba con cordura. No eran sus palabras, sino las de Isaías, que
los viandantes no podían reconocer, por no escucharlas completas ni en el
suficiente volumen de voz:
- Ten, José, carga tú a Jesús. - Jesús, es
decir, el Señor salva.
-¡Jesús!, ¡EI Señor salva! ¡Es ÉI!-, pensó
Simeón, abriendo los brazos.
-¡Es ÉI!- confirmó una voz en su interior,
una voz distinta a la suya, casi apagada; la voz escuchada hacía muchos años en
ese mismo lugar. Soltó el bastón.
Ocurrió
de repente. José tomaba al niño de brazos de María, maniobraba con los pichones
que le habían dado amarrados, cuando lo vio venir, apenas tuvo tiempo de
reaccionar. Al principio creyó que el anciano que estorbaba el paso en la
puerta se había desmayado, quizá muerto. Pero ahora posaba sus manos sobre su
hijo, con una ternura increíble. José dejó que cargara a Jesús. Con sus dedos
arrugados y callosos, Simeón recorrió el rostro del niño, acarició sus dedos.
Jesús sonreía, ¡qué extraño que no llorara! Simeón se giró hacia el Santuario,
y abriendo desmesuradamente los ojos, como queriendo llevarse en ellos al niño
que tenía en sus brazos, bendijo al Señor:
Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar
que tu siervo muera en paz. Mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has
presentado ante todos los pueblos, como luz para iluminar a las naciones y
gloria de tu pueblo, Israel.
-¿Quién eres, hermano?- preguntó José,
sosteniendo a Simeón por la espalda.
-Uno a quien el Señor hizo escuchar su
palabra, y ahora le permite ver al Mesías. Mi nombre es Simeón.
-¿Estás hablando de mi hijo? ¿Cómo es que lo
conoces?
-Apenas lo he conocido, pero el Señor me
prometió no ver la muerte sin antes ver al Salvador, ¡es Él!, lo sé.
María
miraba a Simeón llena de admiración. Intercambiaba miradas con José.
-No te ofendas, hermano, y permite que me
dirija a tu joven esposa. Por cierto, ¿quién eres tú?
-Soy José, hijo de Jacob, de la casa de
David. Mi esposa es María.
-Como la hermana de Moisés. David, Moisés,
¡no cabe duda que este Niño es el libertador prometido para afianzar el trono
de Israel! María, hermana -dijo Simeón dirigiéndose a María-, tu hijo será
signo de contradicción, hará que caigan los que nos ponen el pie encima, pero
levantará del polvo a los caídos. ¡A ti misma una espada te atravesará el
corazón!
María
sintió miedo y José sintió que le faltaba el aliento. Ambos quisieron lanzar
preguntas a Simeón. María sentía la necesidad de volver a tener al niño entre
sus brazos, José la abrazó por el hombro, y cuando abría la boca para preguntar
a Simeón de qué espada estaba hablando, si era vidente, si los romanos también
estaban al tanto del nacimiento de su hijo, si Jesús corría peligro ... Una
anciana comenzó a gritar con tanta fuerza que se hizo escuchar por encima del
barullo, llamando la atención de cuantos estaban en el patio de las mujeres.
-¡Esa
vieja está loca!-, decían algunos.
-¡Ninguna
loca!, ¡es Ana, que está profetizando!
Miguel Ángel Aguilar
Manríquez, MJ
Tomado de: El Propagador de la devoción al señor San José, Año 146, n. 2, Febrero 2017, pp. 4-8.
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