José puso
las manos bajo el niño y lo levanto. Era muy
ligero, parecía que no pesaba más que los trapitos
que lo
envolvían. La costumbre era que el padre levantara al niño y lo
pusiera en su regazo.
Jan Dobraczynsky
Un
rostro de misericordia
La
curación de enfermos, leprosos y endemoniados,
la reivindicación de la mujer y los niños, el acercamiento con publicanos y
pecadores, la inclusión de los pobres y marginados -entre otras- son sólo
algunas de las acciones de Jesús encontradas en los evangelios, en ellas se expresa de manera clara y nítida
la misericordia de Dios. Si me pidieran
caracterizar la instauración del Reino de Dios, en tanto que proyecto del Padre
y misión de Jesús, la palabra misericordia ocuparía sin duda un lugar capital.
Y es precisamente, porque el Reino de
Dios quiere manifestar el verdadero rostro de Dios y el amor que tiene para con
los más pequeños; el plan salvífico de Dios debe expresarse en términos de transformación social de la realidad: perdón,
inclusión, justicia, paz, igualdad, solidaridad para con los más necesitados. Sin embargo, no se logran dichos valores sin
misericordia. En este sentido, la misericordia es el motor que impulsa la
instauración del Reino de Dios, pero no es una misericordia sin rostro, anónima
o despersonificada. La misericordia de
Dios se encarna, toma rostros muy concretos, se posiciona de manera radical
ante esferas existenciales determinadas.
De
este modo, afirmo que Jesús fue misericordioso porque lo aprendió de dos personas
muy concretas. Encontrando en José un rostro de misericordia. De él Jesús
aprendió a llamar Abba a Dios padre,
logró entender la imagen del Padre
amoroso que convoca a todos sus hijos a
participar de la vida y la alegría del Reino. José de Nazaret representó
demasiado en la vida de Jesús porque
fue verdadero padre, por tanto, fungía con todas
las obligaciones que prescribía la cultura judía: le impuso el nombre, lo
introdujo en la descendencia davídica, lo instruyó en la ley y la tradición, lo
formó en la fe según la religión judía y le enseñó un oficio[1]
–en una palabra: lo educó. El
evangelista Lucas denota la importancia de la figura paterna cuando escribe: «¡Pensar que éste es el hijo de José!»[2],
expresión que la gente usa al escuchar a Jesús adjudicarse el pasaje del
profeta Isaías en la sinagoga. Según lo que he dicho hasta al momento –en
síntesis- la misericordia que permite el
dinamismo del Reino de Dios fue aprendida por Jesús en la figura de José de
Nazaret quien de manera silenciosa –simplemente sus manos eran las que
hablaban- practicaba la misericordia en la vida cotidiana: en el trato con la gente
sencilla del pueblo, en el compartir la vida a diario con María y en la ternura con la lo miraba día a día,
transmitiéndole la misericordia del Padre. Con toda razón algunos autores han
descrito a José como “la sombra del Padre”. La mejor argumentación parte de las parábolas
de Jesús en los evangelios y la deducción de sus presupuestos básicos. San José enseñó a Dios a ser hombre.
Dentro
de la tradición de la Iglesia san José es considerado un hombre justo. Sin
embargo, su confianza en Dios le permitió
transitar hacia el plano de la misericordia.
Al enterarse José de que su esposa esperaba un hijo que no era suyo la
ley le pedía que evidenciara a María ante
las autoridades religiosas por la falta cometida –lo que lo volvería justo al
actuar según la Ley-. Por el contrario, el ángel le anuncia en sueños: «José, descendiente de David, no tengas
miedo de llevarte a María, tu esposa, a tu casa; si bien está esperando por
obra del Espíritu Santo, tú eres el que pondrás el nombre al hijo que dará a
luz. Y lo llamarás Jesús.»[3]
José confía en Dios y hace lo que el ángel le dice. Sólo esta confianza le
permite pasar de la justicia que le exigen las instituciones religiosas a la
misericordia de Dios. Este acto misericordioso es impulsado por el amor que le
tenía a María. Sin importar los comentarios y burlas de la sociedad, que muy
probablemente lo criticarán por aceptar a una mujer que le había sido infiel;
la honorabilidad de su persona se vio mancillada por aquel acto. Ahora bien, seguramente Jesús escuchó este
relato en repetidas ocasiones por boca de sus padres en el diálogo cotidiano,
cuando recordaban la historia familiar. Recordaban como José dejó sin temor
trabajo, casa y patria por entregarse al proyecto divino de ver nacer a Dios de su mujer amada. Y a su vez, María contaba como aceptó el
anuncio del ángel.
En
este gesto de misericordia Jesús se inspiró para enfrentar a las rígidas
instituciones religiosas e incluir en el Reino de Dios a las personas
rechazadas y menospreciadas por la cultura judía: mujeres, niños, publicanos,
prostitutas y pecadores. En José encontró un rostro de misericordia que lo
llevo a ir contracorriente, para derribar las antiguas estructuras políticas y
religiosas que oprimían a las personas con el yugo de la Ley; olvidándose de lo
más importante: «¡Ay de ustedes, maestros
de la Ley, que son hipócritas! Ustedes pagan el diezmo de la menta, el anís y
el comino, pero no cumplen la Ley en lo
que realmente tiene peso: la justicia, la misericordia y la fe.»[4]
En
los evangelios, sin duda alguna, el pasaje
que mejor muestra la misericordia de Dios es la parábola de El hijo
pródigo– o El padre misericordioso como prefiero llamarla- de tal forma que nos muestra una imagen del Padre
capaz de perdonar la más grande de las faltas. Jesús al contar esta parábola abre las puertas del
Reino de los Cielos a todo hombre y mujer. Pero lo que resulta importante para
mi reflexión es la magnitud de la experiencia de misericordia que debió tener
Jesús para poder personificarla en la
figura del Padre. Sólo consiguió tener
dicha experiencia de la relación con su padre José, quien lo cargaba en brazos recién nacido y lo veía con amor y
misericordia, con sus caricias logró que Jesús experimentara la cercanía del Padre. Incluso
es válido pensar que cuando Jesús estaba en el huerto de Getsemaní haciendo
oración, antes de su pasión, mientras se dirigía al Padre llamándolo Abba –expresión
con la que los infantes se dirigían a sus padres- al pronunciar esas tiernas
palabras su memoria lo remitió a José de Nazaret,
haciéndole recordar la valentía con la que actuó su padre y la misericordia que
siempre le transmitió. Ahora era Jesús quien entregaba su vida por la
humanidad; un gesto de misericordia.
Un
último pasaje evangélico que nos recuerda la misericordia de Dios es la parábola de El Buen Samaritano donde Jesús reconoce la actitud correcta para
con el prójimo, dejándonos ésta enseñanza: «Vete y has tú lo mismo»[5].
La lectura de este pasaje me hacía preguntar cómo es que Jesús logra comprender
la categoría de prójimo. San José compartía a diario con la gente necesitada de
la pequeña Nazaret, quizá algunas mujeres y ancianos o incluso niños, con
pequeños gestos cotidianos mostraba su misericordia. Nuevamente, la referencia a la figura de José, nos hace deducir que Jesús
tuvo que aprender de él quién era el prójimo, permitiéndole la
construcción de esta parábola.
San
José juega un papel importante en la vida de Jesús –no muchas veces reconocido-
sobre todo en la formación humana, que más tarde le permitirá emprender el
anuncio y la instauración del Reino de Dios. La
Sagrada Familia, Jesús, María y José, fueron un pequeño Reino de los
Cielos en el cual Dios siempre estuvo presente.
La misericordia fue el motor que
permitió que José llevara a cabo su misión de custodio y protector de los dos
grandes tesoros de Dios: María y Jesús. La misericordia se encarnó en José de
Nazaret, tomó un rostro concreto; permitiéndole transformar la realidad que
englobaba a aquella pequeña familia de Nazaret.
Misericordia que acercó a Jesús con los excluidos y marginados por las
instituciones religiosas y políticas. Si Jesús aprendió a cargar a la oveja
perdida en sus hombros fue porque vio en José un rostro de misericordia.
Jorge Lozano Lombardo
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