Carta para el mes de Marzo
Queridos hermanos y laicos de la Familia pavoniana.
Estamos en Cuaresma, el tiempo litúrgico que nos prepara para celebrar la próxima Pascua del Señor. Estamos ante un momento favorable, que podremos aprovechar o, por el contrario, malgastar, si permanecemos indiferentes ante la palabra del Señor, que nos invita a recalcar nuestro camino de conversión: “ahora es el tiempo favorable, ahora es el día de la salvación” (2 Cor 6,2). Convertirnos es dejar que el Señor tome posesión de nuestra vida y la oriente hacia el cumplimiento fiel y gozoso de su voluntad. Así no se nos priva de nuestra identidad y libertad: así, en cambio, realizamos plenamente nuestra humanidad y nuestra vocación, tanto mientras dura nuestra vida sobre la tierra, cuanto en la perspectiva de la eternidad.
Quiero, en este mes de marzo, fijarme en la figura de san José, “esposo de la Bienaventurada Virgen María”, que recordaremos solemnemente en la liturgia del día 19. Puede sernos de gran ayuda, tanto para el compromiso de la conversión, cuanto por el tema de la educación que nos está acompañando durante este año como Familia pavoniana.
San José es uno de los protectores particulares de la congregación, junto con san Juan evangelista y san Ignacio de Loyola (cf. RV 20). La devoción a san José, además, siempre ha estado viva y presente de forma intensa y sentida en la historia de nuestra Congregación, que constantemente le ha invocado como “procurator noster”, o sea, como nuestro intercesor a la hora de procurarnos medios económicos, pero no sólo eso, sino también en las necesidades que tenemos al desarrollar nuestra misión.
Mirar a san José e invocarlo puede hacernos mucho bien a todos.
“José hizo lo que le había mandado el ángel del Señor” (Mt 1,24)
El beato Juan Pablo II, en la Exhortación apostólica sobre san José “Redemptoris Custos” (1989), subraya que la expresión que escribe el evangelista Mateo se corresponde con el “fiat” de María. Sin pronunciar palabras, José “hizo” la voluntad de Dios. San José demostró “de tal modo una disponibilidad de voluntad, semejante a la de María, en orden a lo que Dios le pedía por medio de su mensajero” (RC 3). En esta total disponibilidad al proyecto de Dios sobre su vida, al lado de María y con referencia a Jesús, radica la grandeza y santidad de José de Nazaret. De esta total disponibilidad suya deriva su ejemplaridad en muchos aspectos: el primado de la vida interior, el significado de su silencio y humildad, el valor del trabajo, incluido el manual, como expresión de amor, la fidelidad y la entrega a la misión paternal en la familia.
El obispo Tonino Bello ha delineado, de forma sugerente, la figura de san José, presentándole así: como esposo de María es el hombre del compartir; como padre de Jesús es el hombre de la gratuidad; como cabeza de familia es el hombre del servicio. En estas intuiciones podemos ver una invitación preciosa para nuestro camino de conversión y de tensión hacia la santidad, que se convierte incluso en una indicación concreta para una auténtica obra educativa en línea con el espíritu del Padre Fundador.
El compartir expresa la disponibilidad y la voluntad de formar parte de un proyecto común. Se puede realizar en el ámbito conyugal o, también, en el ámbito comunitario, como proyecto de vida o incluso solamente como proyecto de misión o de actividad. Nadie pierde su propia identidad, pero se funde con el otro o con los otros hasta constituir una cosa sola o una voluntad convergente.
La imagen del pan puede hacernos presente de forma muy viva este valor: desde los granos de trigo, a la harina, al amasado, hasta convertirse en un alimento agradable y delicioso para la mesa de los hermanos.
La gratuidad expresa el don desinteresado de sí mismo, llevado a cumplimiento por amor. La paternidad y la maternidad se caracterizan naturalmente por este estilo, si no se corrompen o vulneran por otras pulsiones u otros objetivos. Los mismos sentimientos están presentes en el ámbito de la educación. Los adultos pueden influir eficazmente en el ánimo de los jóvenes, en la medida en que se relacionan con ellos como un padre y una madre, que aman, que se adelantan con el ejemplo, que obran animados sólo por la búsqueda del bien de quien les ha sido confiado.
La imagen del vino puede hacernos entender mejor esta actitud: la ebriedad que transmite deriva de un proceso de pisado de la uva y de su fermentación. Más todavía: el pan y el vino los usa Cristo para darse a sí mismo en la eucaristía, signo de su participación con nuestra naturaleza humana y de la gratuidad de la salvación que nos ha logrado al ofrecer su vida por amor nuestro.
El servicio expresa el modo para un auténtico ejercicio de toda forma de autoridad. El abuso del poder sobre los demás es una fuerte tentación para el hombre y causa de frustraciones, de rebeliones, de desórdenes de todo tipo. La autoridad se reconoce y acepta cuando se vive con espíritu de servicio, cuando contribuye al crecimiento y la marcha ordenada y armónica de la convivencia. Así es la autoridad de los padres en la familia, de los superiores en la comunidad, de los adultos en los diferentes ámbitos educativos. Así debería ser también en la sociedad y dentro de las naciones. Esta es una exigencia inexcusable que Jesús pone a sus discípulos, llamados a imitarle: “el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20,26-28).
La imagen del agua puede sugerirnos este significado: acudiendo a ella, todos pueden saciar su sed y purificarse. Jesús la utilizó para lavar los pies a sus apóstoles, en un gesto de servicio por amor.
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